Mi generación es quizás la última que, más allá de la mera autorrealización personal, de la aventura juvenil, se planteó con responsabilidad y sentido estratégico el desencadenamiento de un cambio social radical. A muchos se les fue la vida en ello. Pero aunque la guerra se haya perdido, o incluso lo haya estado de antemano, no es posible relegarla al olvido. Y recordarla consiste, entre otras cosas, en aceptar que no hubo allí solo víctimas, sino también combatientes. Restablecer esta memoria e interrogar a fondo las relaciones entre política revolucionaria y moral me parece crucial para el presente: para que las razones que hoy se esgrimen no den lugar a nuevos monstruos.